Ha llegado el momento con el que soñé
tantas veces, el que temí por tanto tiempo, pero que siempre supe que hiciera
lo que hiciera sería imposible evitarlo. Mi pesadilla hecha realidad. Ante mí
se encumbre ella, imponente. Una sensación de pequeñez, de insignificancia, de
debilidad se apodera de mis miembros que tiemblan tímidamente. Mis brazos se
ponen tensos y pesados, y se me corta el aliento al ver como se pierde mi vista
en la oscuridad implacable del túnel que emerge entre las rocas. Ya no hay
vuelta atrás, no hay oportunidad para arrepentimientos, mi destino está sentenciado.
Estoy solo, todo lo que he amado,
todo lo que he deseado, todo queda atrás. Mis seres queridos, mi amada, ya no
son parte más que de mis recuerdos. Todo se ha perdido, solo me he quedado y ya
nadie ni nada puede ayudarme. Siento como el amor, el cariño, el calor de los
que me han amado poco a poco empieza a desaparecer. En cambio la dureza y la
frialdad de la soledad junto con un vacío en mi pecho son las sensaciones que se
van ganando apoderando de mi ser. La soledad queda como única compañía, expulsando
todo lo cálido, todo lo que da fuerza y aliento.
En estos últimos momentos que me
parecen tan cortos, siento como mi espíritu aún se resiste a perder el vínculo
con todo lo que he amado, con todo lo que he conocido. Se resiste a perder el
lazo con el calor y la ternura del hogar. Pero todo eso ya se ha acabado.
Doy media vuelta, y realizó la
última mirada nostálgica hacia lo lejos, allá donde se encuentra mi vida pasada.
Me vuelvo a como estaba en un principio y cierro los ojos para despedirme para
siempre de todo. Abro los ojos y sigue allí, imponente, arrogante, imperturbable.
Y sabiendo que es inevitable, doy el primer paso hacia aquel mundo desconocido,
sombrío, frío, terrorífico. Me adentro en la oscuridad de la montaña para no
volver nunca más.
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